domingo, 26 de julio de 2009

La historia del ciclista distraido

(Prólogo de la novela que comencé en enero pasado, lo publico aquí en relación con mi entrada anterior. AGUAS con el plagio, tiene copyright)

“Punish him!” apareció en la pantalla del televisor y, en tan sólo un par de instantes, uno de los sujetos en pantalla introdujo su mano en el pecho del otro, rompiendo huesos y arrancándole el corazón, el cual exhibía como trofeo, con el brazo alzado.

–Admítelo, Siempre seré mejor que tú en esto –mencionó con una mezcla de arrogancia y alegría infantil Josué, depositando el control de la consola en el brazo izquierdo del sillón que lo acogía.

–¡Cállate! –respondió Alejandro, risueño. Luego adoptó un tonó melancólico y prosiguió– Qué irónico, en la vida real me encantaría no tener corazón; en el juego, te odio por haberlo hecho.

Uno y otro retomaron su respectivo control y reanudaron la partida. La siguiente batalla tuvo para Alejandro un resultado mucho más humillante que la anterior. Posteriormente, Josué fue por fin derrotado, tarea que le fue harto dificultosa a su oponente. Conforme la tarde avanzaba, la dificultad fue haciéndose menor, pero Josué continuó dominando el juego.

Una interrupción hubo cuando el timbre sonó. A pesar de ser Alejandro el visitante, fue él y no Josué quien atendió el llamado en la puerta. Las pizzas que pidieron por teléfono les fueron entregadas. Con sendos apetitos, ambos acabaron con una pizza familiar; Josué admitió quedar insatisfecho, para lo cual fue a la cocina a prepararse un sándwich, y Alejandro pidió uno también. Mientras buscaba la mayonesa, preguntó a su compañero:

–Y bien, ¿qué harás mañana? –gritó para ser escuchado hasta la sala de estar–, ¿saldrás con tu chica? ¿O te volvió a cancelar?

–Claro que iré con ella. Y no es mi chica –un ligero enfadó se sintió en la forma como arrastraba las palabras–. Quiero queso amarillo en mi sándwich, porfas.

–Por favor, a leguas se nota que te interesa mucho, pero tú te haces tonto –insistió.

–Y con mucha mostaza.

–¿Algo más para el señorito?

–No, gracias, tú siempre tan amable.

Menos de cinco minutos después, los sándwiches eran cosa del pasado, quedando convertidos en alguna sustancia asquerosa que se alojaría en sus estómagos. Sin mayor contratiempo, los dos camaradas continuaron jugando hasta que el sol se ocultó y llegó la hora de despedirse.

Alejandro montó su bicicleta, mientras su mejor amigo lo observaba con cierto asombro.

–¿No te cansas de viajar en bicicleta? ¿Por qué no eres una persona normal que viaja en autobús o pide permiso para usar el auto de sus padres?

–Es más barato, además, mi casa está cerca, en veinte minutos llego. Así me ahorro el dinero de los pasajes, y con este tránsito, tal vez incluso llegue más rápido que si espero un camión. En realidad, tú eres el raro: ¿quién a los veintidós años no sabe andar en bicicleta?

El orgullo de Josué le impidió creerse incapaz de controlar un instrumento tan rudimentario. Pidió permiso a Alejandro para treparse en su bici, lo cual por sí mismo fue toda una faena. Una vez que pudo sostenerse en equilibrio, se impulsó con los pies y trató de pedalear; Alejandro sostuvo a Josué por algunos instantes y cuando aparentemente la bicicleta llevaba buena velocidad y una estabilidad decente, lo soltó a la calle. Cinco metros más adelante, el muchacho yacía en el pavimento, ante las carcajadas del dueño de la bicicleta.

–La próxima vez que venga, traeré unas llantitas de soporte para tu siguiente lección; al menos ya aprendiste a subirte.

Josué se incorporó y ambos sujetos se despidieron nuevamente. Estrecharon sus manos y golpearon sus puños. Acto seguido la bicicleta fue puesta en marcha por los pies del piloto original y rápidamente desapareció al dar vuelta en la primera esquina. Fue hasta ese momento que el anfitrión dio media vuelta y regresó a su casa. La calle, oscura por el deficiente alumbrado público, quedó además, sola.

Anécdotas como ésta bañaban la vida de Josué y Alejandro, amigos inseparables desde la preparatoria. Tendrían unos trece años cuando un amigo mutuo los presentó en la secundaria, pero no fue sino hasta el primer año de bachillerato que los tres coincidieron en el mismo grupo. Algunos años más tarde, el amigo común tuvo algún pleito con Josué y Alejandro, al tratar de solucionar el problema, se echó encima al tipo y éste desapareció sin dejar rastro. Durante los casi 10 años de conocerse, amigos iban, amigos venían, pero Alejandro y Josué permanecían unidos. En todo ese tiempo, jamás podría decirse que llevaran una amistad normal. Rara vez salían juntos a divertirse, cada uno imbuido en sus estudios o en sus propios laberintos mentales. La mayoría de las veces se reunían para trabajar en algún proyecto loco, usualmente fallido, que a alguno se le ocurría. Sin embargo, la lealtad ahí estaba, y por muy estúpida que fuera la idea de uno, su contraparte siempre la apoyaba. Por ello, idioteces como una caída en bicicleta eran cosa común en la relación de este par. Ambos pondrían su vida en las manos del otro si la situación se presentara.

La avenida principal de la colonia se encontraba en reparación en uno de sus carriles, de modo que el paso a automóviles estaba prohibido, no así para los simples peatones o, en este caso, para ciclistas. Fue así que Alejandro usó el tramo y aprovechó el vacío para correr a toda velocidad, mientras, del otro lado, los vehículos se amontonaban enfrascados en un embotellamiento del que les tomaría horas salir. El muchacho, de veintidós años también, miraba de reojo hacia su derecha para reír de la desgracia de los conductores, pensando: “Vaya, ¿quién diría que de verdad una bicicleta dejaría tan atrás a esos coches?”, y siguió cavilando. Pensó en Diana, la niña de quien se encontraba enamorado, y sí, la persona a quien Josué se refería cuando le preguntó por “su chica”.

No es exagerado llamar “niña” a la musa de Alejandro, al ser 6 años menor que él. Si Alejandro recién había terminado la licenciatura en administración, Diana todavía se encontraba a un año y medio de graduarse de preparatoria. Para su fortuna, sus rasgos finos, su piel tersa, su baja estatura, y sobre todo, su mirada distraída, lo hacían lucir como un mozuelo de no más de dieciocho años; así, no se sentía incómodo pretendiendo a alguien tan joven; ya era su costumbre, pues la mitad de sus novias habían sido amigas de su hermana Gabriela, cuatro años menor que él. Para su desgracia, ella no estaba interesada en él más allá de la amistad.

Por esa razón, Alejandro mantenía en secreto sus intenciones y sentimientos hacia la hija de quien fuera su asesor de tesis. “Fui muy afortunado al elegir al doctor Aguayo; no sólo escribí una chulada de texto gracias a él, sino que conocí a una chulada de niña; por algo pasan las cosas…”. Recordó entonces lo que dijo a su amigo aquella tarde cuando jugaban. “Pero no me hace caso, y ya hace casi un año que la conozco; esto comienza a ser doloroso, por ello no debería tener corazón, así no tendría que estar preocupándome por eso en estos momentos”.

En efecto, no debía estar pensando en eso durante aquel instante, sino en el tránsito. En ésas se encontraba, cuando un ruido lo sacó de su trance. El tramo en reparación había terminado y un automóvil apareció de un crucero, en dirección suya. Cada cual trató de esquivar a su contraparte: uno giró a la izquierda, el otro a la derecha, lo que provocó que de todas formas se impactaran.

Un grupo de trabajadores que atestiguaron el suceso estalló en carcajadas ante la patética maniobra del ciclista; el conductor le mentó la madre por idiota y no paraba de reclamar por el daño a su carro, cuya sección frontal lucía abollada. Igualmente, la bicicleta azul quedó tirada en el suelo, de cabeza y con la llanta delantera retorcida como chicharrón. ¿Y Alejandro? Yacía inconsciente a unos metros de ahí, mientras nadie hacía nada por ayudarlo. El automovilista siguió revisando la abolladura y al comprender que el daño no fue tan grave como el que había sufrido alguien más, decidió librarse de cualquier responsabilidad y olvidarse del asunto. Abordó y se marchó en un abrir y cerrar de ojos.

Los trabajadores no paraban de reír. Pasaron varios minutos antes de que recuperaran el habla. Y una vez que lo hicieron, se limitaron a comentar el suceso y recontarlo de maneras aún más cómicas. Finalmente, uno de ellos, al ver que el hombre permanecía tirado en el asfalto y aparentemente sin hacer esfuerzos por levantarse, resolvió que podía estorbar en el ya de por sí intenso tráfico y no tuvo más remedio que quitarlo de en medio. Al hacerlo descubrió que todavía tenía pulso. Un sentimiento de heroísmo se apoderó de él y se dispuso a llamar a una ambulancia.

A un par de kilómetros de distancia, Josué seguía burlándose de las aplastantes palizas con que castigó al buen Alejandro a la vez que reconocía sus esfuerzos y el progreso que mostró aquella tarde: “Aunque le eche ganas, no me ganará, su coordinación, y no sólo en los videojuegos, es pésima; será muy constante, pero sigue siendo un chavo muy torpe y distraido. Me sorprende que jamás lo hayan atropellado”.

1 comentario:

el porta! dijo...

Por el título y los primeros párrafos pude adivinar el final D: Pero no por eso es un mal texto, todo lo contrario te va quedando bien. Sigue con el buen trabajo :D Y claro sigue mostrándonoslo :)